Fusco (4 de 6)
Prócula tiene a sus esclavos y yo a mi
Sexta que ya se ha convertido en mi Primera. Así me lo ha hecho ver mi futura
esposa que, según parece, ya conoce la existencia de mi ramera, dejando claro
que no está dispuesta a ser la
Segunda en nuestro lecho. Le he respondido que será lo que
será y lo que tenga que ser ya se verá. Al oírme me ha abofeteado y yo me he reído,
ha insistido, no ha parado de darme golpes en el rostro, en la cabeza y en el
pecho. Me he protegido como mejor he sabido con mis brazos y manos esquivando
sus arremetidas que eran cada vez más violentas, un minuto largo golpeándome
hasta que se ha rendido agotada, sus rodillas han cedido y tan larga como es ha
caído abatida y derrumbada por su propio esfuerzo y cansancio.
En el suelo, tendida, he introducido mi
espada por entre las faldas de su túnica cortando en dos su ropa y medio
manchándola con la sangre de los cuerpos abatidos, desnudándola en canal para
dejar a la vista su escaso patrimonio de carne y su vientre estriado de mujer
que ha parido. No ha hecho nada para impedirlo, he abierto sus piernas y me he
arrodillado entre ellas con el gladius todavía en mi mano derecha. Se ha
incorporado por sí misma sentándose en el suelo a horcajadas, despojada de su
túnica rota me ha rodeado con sus brazos y me ha mordido la boca, he gritado de
dolor y de un manotazo la he apartado de mí, ha insistido, esta vez con su
lengua bebiendo la sangre que manaba de mis labios. De nuevo la he separado con
la punta de mi arma entre sus pechos caídos, se ha quedado en el suelo, tirada,
abierta, hueca, acariciándose el pubis y la vulva frente a mí, yo de rodillas y
ella con los ojos abiertos de par en par sin apartar la mirada, buscando mi
niña, líquida, brillante, nocturna la suya, metálica y de besugo la mía. A
nuestro lado había el cadáver de uno de los acreedores asaltantes que acababa
de matar y del que no paraba de brotar una sangre acuosa que inundaba el suelo,
he debido de perforarle el bazo. Prócula gemía como un gato, y yo ni la he
tocado, sólo la he mirado tocarse. Me ha suplicado que no me fuera, que
esperara, y cuando ha terminado se ha quedado como un pollo desplumado, como un
cerdo después del sacrificio y antes de sacarle provecho, más amarilla que
sonrosada. Entonces me he levantado y me he ido. Sus esclavos estaban por allí,
espiando escondidos, excitados y atemorizados como viejas fisgonas solitarias.
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